INMACULADA  CONCEPCIÓN
                  [252]

 
   
 

 

   El dogma de la Inmaculada Concep­ción de María consiste en la creencia, proclamada como doctrina por la Iglesia, de que Dios, por un privilegio "unico y singular", liberó a María del pecado original que todos los hombres traen al nacer como herencia de Adán.

   La ausencia de pecado original fue el objeto de la definición como dogma, es decir como doctrina segura y obligatoria de creer de la Iglesia, por el Papa Pío IX el 8 de Diciembre de 1854, mediante la Bula Ineffabilis Deus. En ella se declaró, con la autoridad del sucesor de Pedro, que, "por único y singular privile­gio, María fue librada, en virtud de los méritos redentores de su Hijo Jesús, del pecado original."
   Estrictamente el dogma afirma la ausencia del pecado original. Por ampliación de esa idea, se llegó a la certeza de que la gracia sobrenatural y los dones del Espíritu Santo concedidos a María fueron los más excelentes y gran­diosos que se pudieron dar en una cria­tura.
   Tales dones sobrenaturales se debie­ron a que su dignidad de Madre de Dios era incompatible con la menor sombra de mancha espiritual, incluso del pecado universal y misteriosamente original que hacía a todos los hombres al nacer "ene­migos de Dios", "hijos de ira", "ne­cesita­dos de salvación." (Ef. 2.3; Rom. 5.9; Col 3.6))

 
1. Explicación del dogma 

   María fue concebida sin pecado. Por su concepción hay que entender el he­cho natural de la primera formación del cuerpo por la fecundidad natural de sus padres que, según antigua tradición se llamaban Joaquín y Ana. La concep­ción supuso, como para todo ser humano, la iniciación de la vida fisiológica autónoma del nuevo ser y la creación del alma por parte de Dios.
   Se suele llamar de concepción pasiva a ese momen­to de la iniciación de la vida nueva, no al momento de la conjun­ción del elemento masculino (espermato­zoide) y del femenino (óvulo), que se describe como una concepción activa.
   En ese primer momento, la doctrina del pecado original enseña que el hom­bre se hace partícipe de la mancha sobrenatural heredada de los primeros padres Adán y Eva, los cuales contami­naron con su rebelión a los mandatos de Dios, a todos sus descendientes hacién­dolos misterio­samente pecadores.
  Cuando María fue concebida así la ley natural y el misterio sobrenatural del pecado la hacía heredera también del tal pecado. Pero Dios, "por único y singular privilegio" la liberó de tal dependencia pecaminosa. Su gestación y nacimiento se desarrollaron con plena naturalidad. Pero en la dimensión misteriosa de ene­mistad universal con respecto a Dios, María recibió una gracia especialísima: ella sola y por vía de regalo.
   La exención del pecado original no implica, según el dogma, que María quedara fuera de la redención de Jesús que, además de ser su Hijo, fue el salva­dor y el redentor universal de todos los hombres, incluida su Madre. Pero en María esa redención tuvo el carácter singular de ser preventiva y no sanativa como en los demás mortales.

   1.1. Privilegio divino

   La doctrina eclesial no entra a definir aspectos antropológicos ni biológicos. Se apoya en algo más real y metafísico. Cuando María empezó a ser persona humana, por ley misteriosa del predomi­nio del pecado, tenía que haber sido contaminada con el pecado. Esto signifi­ca que permanecería sin gracia o amis­tad divina algún tiempo, que es lo mismo que en estado de enemistad con Dios.
   Pero Dios no quiso que, ni por un instante, esta situación sobrenatural aconteciera con su Madre. Ella, desde el primer instante, estuvo en estado de gracia. Fue amada por Dios y no necesi­tó obtener perdón, como los demás.
   Ciertamente también María tenía ne­cesidad de redención y fue redimida de hecho. Como hija de Adán, por su natu­raleza heredada, hubiera tenido que con­traer la culpa original, de la cual obten­dría el perdón. Pero Dios tenía otro plan para la que iba a ser su Madre. Por una especial y amorosa acción divina, fue preservada de tal pecado.
   María fue verdaderamente redimida por la gracia de Cristo, aunque de mane­ra más perfecta que todos los demás hombres. Los hijos de Adán son libera­dos de un pecado original ya existente. Son sanados del mal con el que nacen (redención sanativa). María, Madre del Salvador, fue preservada antes de que la manchase aquel pecado (redención preventiva o preservativa)
   El dogma de la concepción inmacula­da de María no contradice en nada al dog­ma de la universalidad del pecado origi­nal y al dogma de la necesidad universal de la redención. Y no debe entenderse como doctrina estética, sim­bólica o afec­tiva, a cuya visión esta­mos inclinados por piedad filial. Es un miste­rio fríamente dogmático y real.

  1.2. Ausencia de pecado.

  La esencia del pecado original consiste en la carencia culpable de la gracia santi­ficante o estado de amistad con Dios. En los pecados personales esa carencia se debe a un acto libre de la voluntad hu­mana de alejarse de Dios. En el pecado original se da una culpabi­lidad solidaria, debida a la caída de Adán. Es culpabili­dad misteriosa, pero es real, según la doctrina de la Iglesia.
   María quedó preservada de esta au­sencia de la gracia porque Dios lo qui­so. Ella comenzó a existir en estado de amistad, de gracia, de don, de unión con Dios. En ella nunca hubo un instante de alejamiento de Dios.
   El verse libre del pecado original fue para María un regalo gratuito. Ella no había hecho todavía ningún mérito pues no había tuvo antes de existir ni inteli­gencia ni libertad. Pero Dios la quiso conceder este don inmerecido de forma excepcional. Fue un privilegio personal e irrepetible, aunque de su grandeza parti­ciparíamos después todos los cristianos que la veríamos como la Madre de Je­sús y la Madre de la Iglesia.
   La causa de este "privilegio singular" estuvo en su Hijo. En el momento de concederlo no era todavía el hombre Jesús que de ella habría de nacer. Pero era el Verbo divino preexistente eterna­mente. Al margen del factor tiempo, que para él evidentemente no existe, la pre­paró como tal y la dispuso por sus pro­pios merecimientos salvadores a esa situación de gracia.

   1.3. Fin del privilegio

   Queda misteriosa su finalidad esen­cial, aunque la podemos asociar al amor infinito de Dios y la misión providencial a que maría estaba destinada.
   En lo accidental se encarga la pie­dad filial de los cristianos, de los teólogos y de los pastores, de ensalzar la conve­niencia de que quien había de ser la Madre de Jesús y la Madre de todos los miembros del cuerpo místico, se convir­tiera en el modelo de la santidad total, de la pureza absoluta, de la amistad inma­culada más completa en que los hom­bres pudieran pensar.
   No es suficiente suponer que el fin de la exención del pecado original en María fue la mera satisfacción afectiva de Dios, que iba a encarnarse en el hijo que de ella iba a nacer. Hablar de ternura divi­na, de corazón de Dios, de dones prefe­ren­tes, etc, no deja de ser un lenguaje ana­lógico, inadmisible para la infinita simpli­cidad y supremacía divina. Dios tiene amor, pero de forma infinitamente dife­rente al amor humano.
   Es más conveniente reconocer el misterio y venerar a María como elegida para una misión singular, al mismo tiem­po que adorar a Jesús, Verbo eterno, por haber querido esta situación singular para su Madre.

 

 

 

   

 


La Inmaculada de Ribera. Salamanca

   2. Dogma especial

   Propiamente hablando, no podemos hallar una referencia explícita en la Es­critura Sagrada para justificar y aclarar este misterio mariano. Tenemos que aceptarlo y reconocerlo por la definición de la Iglesia, que tiene autoridad para declarar su realidad.
   Pero tenemos que ser comprensivos con el hecho histórico de que, hasta que se fue abriendo consenso general desde el siglo XIV, hubiera muchos grandes santos y profundos amantes de María, como San Bernardo o Sto. Tomás de Aquino, que lo negaran contundente­men­te.
  No fue un texto referenciado con explí­citas o implícitas alusiones de la Escritu­ra ni con enseñanzas clarividentes en los primeros Padres de la Iglesia.

   2.1. Textos aproximativos

   Con todo, sí podemos intuir en la Escritura, algunas insinuaciones implí­citas, que son las que los defensores del dogma fueron desarrollando a lo largo de los siglos y las que los Papas que prece­dieron en sus enseñanzas a la definición de Pío IX consideraron de gran valor referencial.

   2.2.1. Génesis 3.15

   El texto llamado protoevangelio, o primer anuncio de la salvación, ya reco­ge explícitamente la victoria del linaje de la mujer sobre la serpiente, que equivale a la victoria de la gracia sobre el pecado en términos cristianos.
   El sentido literal del pasaje podría interpretarse en esa clave dialéctica de la eterna lucha entre el bien y el mal, entre los secuaces de Satanás y la descenden­cia de Eva, vencida una vez, pero dis­puesta a luchar por su reden­ción, en virtud de la misericordia divina que no abandonó a Adán ni abandonaría a sus descendientes.
   Se ha solido entender esta lucha en el sentido moral de quien tiene que supe­rar las inclinaciones perversas de la natura­leza. Pero, tal vez, el sentido sea mucho más metafísico: la maldad como riesgo de instalarse en la naturaleza hu­mana y la necesidad de una limpieza sustancial por la sangre de Jesús. El pecado apa­rece como realidad dolorosa.
   Pero la victoria final prometida en el texto se puede mirar como cumplida inicialmente en María, la única mujer que se escapó del imperio del Maligno repre­sentado en la serpiente y de la desobe­diencia y debilidad, representadas en Eva. La Inmaculada concepción se pre­sentó, pues, cada vez con más claridad como el signo maravilloso de la libera­ción final de los hombres de los poderes del mal y de la victoria de la gracia so­bre el pecado.
   En la descendencia de Eva se incluye a María como se incluye al hombre Je­sús. Evidentemente Jesús se escapó del poder del maligno por su unión hi­postáti­ca con el Verbo. Y lo que en el Hijo de Dios fue evidencia esencial, en María, asociada como madre a Jesús, aconteció por concesión y privilegio. En ambos, en uno por su propia naturaleza, en la otra por don divino, la hu­manidad salió triun­fante de Satanás.
   Fueron muchos los primeros escritores cristianos que ya intuyeron esta interpre­tación mesiánica y mariana del texto del Génesis: S. Ireneo, San Epifanio, San Isidoro de Pelusio, San Cipriano, S. León Magno.



 

2.2.2. Apocalipsis 12

   También se ha visto cierta dimensión inmaculista en la lucha de la simbólica mujer del Apocalipsis con el Dragón infernal. Aunque es claro que la referen­cia directa de este simbolismo escatoló­gico se centra en la Iglesia protegida de Dios y vencedora final del mal, María entre de lleno en ella.
   Con frecuencia la Iglesia se ha visto a sí misma en la mujer que vence el Dra­gón con la protección divina. Pero dentro de la Iglesia ha visto a María en la mujer fuerte y grande, adornada del sol y de las estrella, con la luna bajo sus pies. Esa mujer, prototipo de la "fortaleza" que Dios concede a la "debilidad femenina" se presenta capaz de aplastar la cabeza del mal y dominar las tentaciones del Maligno. Su figura mítica ha inspirado a artistas, a poetas, a escritores piadosos, a teólogos. La visión de la que habría de dominar al Espíritu malo, simbolizado en la serpiente del Paraíso, une de alguna forma el texto del Apocalipsis con el texto del Génesis 3.15.
   Y por eso usaron con frecuencia tales figuras quienes hablaron de la exención del pecado original en María. El Apo­calipsis atribuido a Juan es un escrito de consolación eclesial y un grito de espe­ranza escatológica. Con él en la mente, se sospecha que en el secreto de todas las luchas de la vida está la mano de Dios que protege, esta la esperanza que construye, está el amor que alienta.
  Basta leer sus descripciones, para que la mente cristiana se ilumine ante las luchas de la vida:
    "Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de estrellas sobre su cabeza. Estaba en cinta y con dolores de parto.
    Apareció otro gran prodigio. Era un dragón rojo con siete cabezas y diez cuernos... El dragón se detuvo ante la mujer, que iba a dar a luz, para devorar al hijo que naciera.
    La mujer dio a luz al hijo, que es el que va a regir a todas las naciones con cetro de hierro y el hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono. Entonces la mujer se marchó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios y donde estará un tiempo y otro tiempo.
   Se entabló una gran batalla entre Miguel y sus ángeles contra el Dragón y los suyos. Perdieron éstos y ya no hubo para ellos lugar en el cielo. Fue enton­ces arrojado el Dragón, que es la Ser­piente antigua, el gran Satanás. Despe­chado por haber sido arrojado del cielo, fue a luchar contra la mujer, a la cual se la dieron dos alas para huir. Entonces se fue a hacer la guerra contra el resto de sus hijos y contra los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el Testimonio de Jesús". (Apoc. 12)


La Inmaculada de Murillo. Sevilla

 

 
 

3. Ascesis del dogma

    El modelo de la Inmaculada Concep­ción ha revestido una singular importan­cia en la piedad de la Iglesia a lo largo de los tiempos.
  -  Se la ha visto como rechazo de todo pecado, no sólo del pecado original.
  -  Ha servido como programa de vida cristiana, sobre todo como invitación a luchar por el bien.
  -  Se ha presentado como ideal, pues en ella no ha existido ni sombra de peca­do ni mancha alguna.
  -  Ha sido emblema de victoria ante el mal y antes las tentaciones. Ella nos muestra la necesidad de huir del mal y de vencer, sobre todo en nuestro mundo que tantas alianzas hace con el Maligno.
  -  Se ha presentado como el camino limpio que conduce al mismo Jesús, que nace de ella llena de gracia, para dar la gracia a todos los hombres.
  -  María, con su concepción totalmente libre de pecado, vencer al pecado. Nos mues­tra el camino para superar el mal.
  -  Al presentarse María, por singular privilegio divino, libre de toda culpa, nos habla de victoria y de santidad. Nos idealiza la perfección. Nos insinúa la finura, la excelencia y la gracia. Nos recuerda que el destino es la patria eter­na y no el mundo presente.

   3.1. Modelo en la lucha

   La doctrina católica sobre la Inmacula­da Concepción tiene cierta tonalidad ascética. Rememora una dimensión viva y positiva de amor a la virtud y no sólo de rechazo del pecado. María es vista como modelo de valor, como ideal de victoria, como ayuda poderosa para practicar la virtud, y no sólo como estí­mulo para evitar el pecado.
   Por eso, en la piedad cristiana, se ha resaltado más el aspecto de "purísima" de "limpísima", de "santísima", que el de preservada, protegida, inmunizada, al interpretar el sentido de esta doctrina inmaculista.
   Es la razón por la que este dogma mariano ha tenido tanta resonancia en la piedad del pueblo cristiano ya desde los tiempos antiguos y en ambiente, sobre todo latinos, ha merecido un puesto primordial en las devociones populares.

 

   3.2. Fuente de inspiración

   El sentido de amada, de predestinada y de elegida, que la Concepción Inmacu­lada de María encierra, promociona la sensibilidad cristiana ante la belleza espiritual y moral de la Madre del Señor.
   No se trata sólo de sostener que Ma­ría no podía tener nada que ver con el peca­do y con la fealdad, y de entender que el Hijo que se encarnó en sus entra­ñas fue el Salvador del mundo.
   El cristiano prefiere ver en la Inmacu­lada la llamada a la santidad sobrenatu­ral. Y para eso se apoya en las riquezas éticas, estéticas y espirituales de la poe­sía, de la pintura, de la música, de la escultura. Las producciones artísticas inmaculistas han sido tan numerosas y geniales en todos los géneros y campos que resulta verdaderamente admirable la hondura con la que este privilegio caló en la fantasía de los creadores de belle­za y de elegancia.
   Y no sólo el dogma de la Inmaculada ha sido manantial inagotable de inspira­ción estética. Lo ha sido también de inspiración ascética y mística. La sensa­ción de alegría ante el triunfo de la belle­za de María sobre la fealdad del pecado ha latido en miles de corazones. Por eso se han multiplicado las asociaciones, los grupos, los santuarios, los movimientos que se han centrado en una dinámica inmaculista.

   3.3. Perspectiva de vida

   La visión evangélica de María es lo suficientemente variada y objetiva, para que María haya ocupado un lugar pri­mordial en la Historia del cristianismo de todos los tiempos.

  Pero ha sido precisamente la visión de María como vencedora del pecado para que, en cierto sentido, el dogma inma­culista se convierta, en la teología y en la piedad popular, como centro y síntesis de referencia de toda la mariología.
   Purísima, santísima, limpísima, hermo­sísima, durante toda su vida mortal, también lo fue en su vida sobrenatural gracias a los dones de Dios. Se vio libre del pecado original y de todo pecado. Y por eso precisamente se convierte en modelo de vida cristiana y en estimulo de nuestra vida espiritual y sobrenatural.
   La dimensión vital de María presenta­da como vencedora del Maligno es lo más cautivador de este misterio, reciente por la proclamación dogmática, pero profun­do por el calado místico en el corazón de los cristianos.

5. Catequesis de la Inmaculada

  El dogma de la Inmaculada concepción de María no es el primordial de la Madre el Señor. Se definió porque era una realidad revelada por Dios. Pero la espe­cial sensibilidad que el pueblo de dios ha manifestado en la piedad y en la devo­ción reclaman de su presentación una especial sensibilidad en los catequistas.
   Algunas consignas pueden ayudar a una mejor presentación del misterio:
  1. Conviene resaltar la dimensión de rechazo total del pecado que el dogma representa. Imitar a María como total­mente alejada del mal, es lo principal, superando incluso consideraciones poéti­cas y estéticas sobre la belleza de tal prerrogativa.
   2. El dato de que María es adversaria del Maligno y sirve de modelo a la lucha contra el mal es lo esencial del mensaje inmaculista, como hace el Papa Pío IX en el documento definitorio, al recoger el texto del Génesis 3. 15 sobre la victoria prometida ya en el paraíso.
   3. Hay en la Inmaculada una dimensión vital y personal que debe ser especial­mente presentada en una buena cate­quesis. El pecado original dejó en los hombres, incluso después de su destruc­ción por el bautismo, una cierta inclina­ción al pecado, una debilidad, (concupis­cencia) que maría no tuvo por carecer de esta herida radical. Conviene presen­tar a la María como modelo de limpieza al respecto y como recordatorio de la vigi­lancia que los cristianos deben tener con respecto a sus inclinaciones al mal.
   4. En todo momento, la Inmaculada se debe presentar como cauce de agradeci­miento al Señor Jesús, redentor y salva­dor de nuestros pecados. María fue la primera redimida, con preservación del pecado, modelo en todo caso de la re­dención de los demás hombres, que lo fueron por redención sanativa. Interesa resaltar esa dimensión cristológica en toda la presentación del misterio inmacu­lista.
   5. Será muy importante en la cateque­sis el saber acomodarse con delicadeza a las circunstancias de edad, sexo y cultura de los destinatarios. Se debe presentar a María con la sobriedad de un misterio teológico sublime y como algo más que una figura poética o un emble­ma literario, fuente de inspi­ración afectiva y de creatividad estética.
   Pero no se debe ignorar lo que repre­senta su figura femenina, sublime, deli­cada, maternal y tierna, como modelo de feminidad para las muchachas que cre­cen en la vida y como estímulo de pure­za y castidad para los muchachos que luchan en un mundo erotizado.


  

 

 

 

  

 

   

4. Historia del dogma

   La creencia inmaculista se fue desa­rrollando a lo largo de los siglos, como consecuencia de la reflexión de la Iglesia sobre la dignidad singular de María.
   María fue concebida sin pecado "por único y singular privilegio" de Dios. Pero, en la dimensión misteriosa de enemistad con Dios o pecado que traemos todos los hombres al nacer, María se presentó desde el principio como madre fecunda de gracia y no sólo como limpia de man­cha. Recibió una gracia singular de exen­ción o liberación del mal, pero fue su proyección al bien lo que realmente resaltó en su Concepción Inmaculada.
   La exención del pecado original no fue vista con claridad en los primeros tiem­pos por los escritores cristianos. Se necesitaron muchos siglos de reflexión teológica para que las formulaciones de la singularidad de María se abrieran camino firme.
   Pío IX proclamó este dogma el 8 de Diciembre de 1854. Pero su proclama­ción estuvo precedida de un progresivo desarrollo de la doctrina sobre esa cuali­dad de la Madre de Dios.

 

   4.1. Tiempos antiguos

   En los primeros tiempos la creencia de que la Madre de Jesús habría recibido dones sobrenaturales singulares, inicia­ron la intuición de que ella nada había tenido que ver con el pecado. Pero la doctrina paulina de la universalidad de la redención no era fácil de armonizar con la excepcionalidad de María.
   Los primero escritores, tantos apos­tóli­cos, al estilo de S. Pablo en sus Epísto­las, como los patrísticos del siglo III y IV, cantaron las excelencia de la Madre de Jesús, por su cualidad de tal. Pero no pudieron entrar todavía en los entresijos del misterio singular que ella representaba: santidad, correden­ción, mediación, realeza. El eje materni­dad y virginidad absorbía las considera­ciones y la veneración.
   Desde el siglo VII se amplían algunas celebraciones en torno a la Madre del Señor. Y hasta surge en Oriente una festividad dedicada a la "Concepción de Santa Ana", lo que significaba indirecta­mente la exaltación litúrgica de los pri­meros momentos vitales de la Madre de Jesús. Tal festividad se difundió también por Occidente, a través de la Italia meri­dional. Llegó incluso esta devoción a Irlanda e Inglaterra, bajo el título de "Concepción de Santa María Virgen".
   Fue al principio objeto de esta fiesta la celebración de la concepción activa de Santa Ana, es decir la dicha de haber engendrado con su esposo una mujer singular. La tradición, testimoniada en algunos apócrifos como el "Protoevan­gelio de Santiago", se encargó de añadir algunos datos: que aconteció después de largo período de infecundidad; que fue anunciada la gestación por un ángel, como gracia extraordinaria de Dios, al igual que había acontecido con el naci­miento del Profeta Samuel; que fue con­sagrada al templo, de donde sería resca­tada al llegar a la edad núbil, etc.

   4.2. Edad Media

   La creencia de la exención del pecado fue tomando cuerpo a lo largo de la Edad Media, no sólo en las devociones popula­res de creciente eco caballeresco, en donde se incluía el culto ideal de la dama perfecta, sino también en ámbitos más intelectuales o teológicos, como eran las cátedras de las nacientes Uni­versidades.
   "Si tuvo o no tuvo pecado original" se convirtió con frecuencia en "quaestio disputata", entre las muchas que alimen­taban los debates frecuentes de las "es­cuelas" y entre autores deseosos de polemizar con adversarios.
   A principios del siglo XII dos monjes británicos, Eadmer (+ 1124), discípulo de San Anselmo de Cantorbery, y Osberto de Clare (+ 1127), ya defendieron la concepción (pasiva) inmaculada de Ma­ría. La identificaron con la ausencia de todo pecado original o personal. Eadmer fue el primero que escribió un "Tratado sobre la Concepción".
   En cambio, San Bernardo de Claraval, con motivo de haberse introducido esta fiesta en Lyon (hacia el año 1140), la desaconsejó como infundada. Y enseñó que "María había sido santificada sólo des­pués de su concepción". (Ep. 174).
   Por influjo de San Bernardo, los princi­pales teólogos de los siglos XII y XIII, como Pedro Lombardo, Alejandro de Hales, San Buenaventura, San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino (Sum. Teol. III. 27. 2) se declararon en contra de la doctrina de la Inmaculada.
   No hallaron el modo de armonizar la inmunidad mariana del pecado original con la universalidad de dicho pecado y con la necesidad de redención por parte de todos los hombres, sin excepción.

   4.3. Al llegar el Renacimiento

   El camino para asumir una solución definitiva lo iniciaron algunos teólogos franciscanos, como Guillermo de Ware (+ 1217), roberto Gresseteste (+ 1253) y  Alejandro Neckham (+ 1217).
   Fue, sobre todo, Juan Duns Escoto, el que fundamentó sólidamente la teología inmaculista con sus argumentaciones más difundidas, que los comentaristas sintetizaron el célebre argumento que había iniciado Guillermo de Ware: "po­tuit, decuit, ergo fecit":
   Escoto enseñó que la animación, o aparición de la vida, debe preceder sólo conceptualmente y no temporalmente a la santificación. Gracias a la introducción del término Pre-redención (prae-­redemptio), consiguió armonizar la ver­dad de que María se viera libre de peca­do original con la necesidad que también ella tenía de redención y de que fue realmente redimida. La preservación del pecado original es, según Escoto, la manera más perfecta de redención.
   La argumentación de este "doctor sutil", o doctor mariano, se condensó con frecuencia en argumentos sencillos que llegaron a las esferas más popula­res: "Si quiso y no pudo, no era Dios; si pudo y no quiso, no era hijo; pudo y quiso por­que era Dios y era Hijo. Y por los tanto, lo hizo".
   Fue conveniente que Cristo redi­miese a su Madre de esta manera. La Orden franciscana se adhirió a Escoto y se propuso defender decididamente, en contra de la Orden dominica, la doctri­na y la festividad de la Inmaculada Concep­ción de María.

   4.4. Los tiempos recientes

   La postura de la Iglesia se hizo gene­ral, sobre todo después de la rebelión protestante, en favor de  la Inmaculada. Pero antes de Lutero, ya el Concilio de Basilea, tenido el 1439, declaró solem­nemente su creencia en la liberación de todo pecado, incluido el original, tratán­dose de María, la Madre del Señor elegi­da y predestinada. (Ses. 39).
   Sixto IV, papa entre 1471 y 1484, prohibió que se condenaran entre sí los defensores de diversas opiniones. Pero concedió indulgencias a la festividad allí donde se celebrara. (Const. Grave nimis)
   El Concilio de Trento, en su decreto sobre el pecado original, hace la signifi­cativa aclaración de que "no es su pro­pósito incluir en él a la bienaventurada y purísima Virgen María, Madre de Dios." (Ses.17. Jun 1546. Denz. 792)
   San Pío V, que era dominico, condenó en 1567 la proposición de Bayo de que "Nadie, fuera de Cristo, se había visto libre del pecado original, y de que la muerte y aflicciones de María habían sido castigo de pecados actuales o del pecado original." (Denz. 1073)
   A partir de Trento, las enseñanzas de los Papas fueron ya unánimes: Paulo V (1616), Gregorio XV (1622) y Alejandro VII (1661) salieron en favor de la doctri­na de la Inmaculada en diversas ocasio­nes y con varios documentos. (Dz. 1100)
  Santos devotos de tal misterio, como S. Luis María Grignon de Monfort, (+ 1716) o San Alfonso María de Ligorio (+ 1786) dispusieron los ánimos cristianos para la definición.
   Cuando Pío IX consideró que había llegado el momento de una proclamación solemne de la doctrina de la Inmaculada, formuló una consulta a los Obispo católi­cos en 1848, en la que de 603 consulta­dos, sólo 56 se manifestaron en contra.
   La definición quedó precisada en la Bula Apostólica "Ineffabilis Deus", fir­ma­da el 8 de Diciembre de 1854. Para entonces la uniformidad de la aceptación era total en la Iglesia. Podía entonces escribir el Papa palabras tan claras como éstas:
  "Para honor de la Santa e indivisa Trinidad, para ornamento de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica, con la autoridad de Nuestro Señor J.C. y de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nues­tra, declaramos, proclamamos y defini­mos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa origi­nal en el primer instante de sus concep­ción, por único y singular privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles.
   Por lo tanto, si alguno, lo que Dios no permita, pretendiere en su corazón sentir de modo distinto a como por Nos ha sido definido, sepa y tenga por cierto que está condenado por su propio jui­cio, que ha sufrido naufragio en la fe y se ha aparta­do de la unidad de la Igle­sia". (Denz. 1641)